jueves, 26 de enero de 2012

Entrevista a Antonio Lafuente

“Los hackers son los científicos de la nueva Ilustración”


Fuente: 20 minutos
Entrevista a Antonio Lafuente (@alafuente) el es investigador del Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CSIC). Ha estudiado la relación de la ciencia con sus públicos y el conocimiento profano. Investiga la relación entre tecnología y sociedad. Es uno de los grandes defensores del término “procomún“. Participa activamente en los Labotatorios del Procomún de Medialab Prado de Madrid. Antonio ha respondido por correo electrónico a un largo cuestionario enviado por Código Abierto. Sus respuestas son clarividentes, agudas, reflexivas, ácidas. Y muy críticas con el sistema: ”El gobierno debería respetar mejor las cuestiones de etiqueta. Tener mejores modales. Dar ejemplo con las formas”, “los blogueross y hackers son los nuevos científicos o filósofos de la Segunda Ilustración”, “el Estado-Nación es torpe, burocrático y homogenizador” “el asalto a las oficinas de Megaupload me recuerda a otras actuaciones que también exigieron pisotear derechos civiles y tratados internacionales, como sucedió en la invasión de Irak o en los campos de concentración de Guantánamo”, “habrá que vigilar a los grandes monopolios en internet”.


Llevas muchos años hablando del “procomún”. Mucha gente piensa que es la traducción o adaptación del “commons” de la cultura hacker anglosajona. Sin embargo, ya estaba en el diccionario de Antonio Nebrija (1492). ¿Cómo explicarías el concepto de procomún?



Lo que es de todos y de nadie al mismo tiempo. En el castellano antiguo más que describir una cosa, da cuenta de una actividad que se hace en provecho de todos. El procomún, los commons, en todo caso, no es definible, porque evoca la existencia de bienes muy heterogéneos que van desde los viejos pastos comunales a los nuevos mundos de la biodiversidad, el folclore o la gastronomía. ¿Cómo es posible que alguien esté reclamando que el ángulo de giro del eje de la Tierra es un procomún? ¿De dónde viene la necesidad de pensar la luz del Sol, la palabra de Dios o la lactancia materna como bienes comunes? ¿Por qué tanto ronroneo sobre la cultura popular, la privacidad o la seguridad? La respuesta es simple: disponemos de tecnologías que permiten convertir estos saberes en recursos y, a continuación, mercadear con ellos. A veces, sin embargo, no es la privatización la peor amenaza, sino la degradación del bien, y por eso hablamos tanto de CO2, asma, clima, polución y electrosmog. Cada día hablaremos más del aire como un bien común. El aire es un magnífico ejemplo de lo que nos pasa: nadie es tan poderoso que pueda prohibir la respiración, pero en cambio sí puede echar allí su basura como si se tratara de su basurero particular. En fin, el procomún, más que un concepto o un agregado de cosas, es un campo de experimentación en donde estamos contrastando las distintas formas de hacer política, las diferentes maneras de gestionar el espacio público y las nuevas formas de movilizar el conocimiento.


Por qué se fueron perdiendo espacios procomún de convivencia (espacio público), conocimiento (industria cultural) o ciencia (injerencia laboratorios o gobiernos en Europa y el mundo)?


Varios procesos han venido convergiendo. Lo comunal fue asimilado a lo obsoleto, lo marginal, lo simple o lo paleto. Fue tratado como si fuera residuo de un mundo pretérito y premoderno. Así, a nadie extrañará que fuera declarado una especie de terra nullius, un espacio por descubrir, ocupar y patrimonializar en provecho propio. Todo lo que no fuera atravesado por los imaginarios de la propiedad era ineficiente y hasta peligroso, un reducto de resistencia que doblegar. A nadie se le escapará que con tales discursos hubo grandes beneficiarios y gigantescos procesos de expropiación. A veces sorprende los simples que son las ideas con las que se hacen los grandes patrimonios públicos y privados. Y que me disculpen los bienpensantes, pues tendrán que admitir que todo lo que una vez fue apartado del mercado y convertido en bien público, puede más o memos tarde ser privatizado y, con frecuencia, mediante argumentos tan simples (que no simplificados) como los aquí descritos.

Si miramos a la historia de la ciencia, y en concreto al siglo XVIII y la Ilustración, vemos que muchos de los descubrimientos llegaron de auténticos “amaterus”, no de científicos formados en Universidades. Sin embargo, en nuestros días se intenta desprestigiar a la Wikipedia y a todo lo que venga desde abajo. ¿Por qué?

En efecto, cada vez contamos con más estudios que sostienen el origen mundano de la ciencia moderna. Hay investigaciones que son incontestables, como las que argumentan que en el siglo XVIII fueron poquísimos los científicos que vivieron de su investigación. La ciencia era más un hobby que una profesión. De hecho la palabra científico, como sustantivo, no surge hasta el siglo XIX. Los historiadores se han empeñado en escribir un relato demasiado logocéntrico, literario y cortesano: un relato que hoy es calificado de machista, elitista y eurocéntrico. El conocimiento, sin embargo, siempre tuvo mucho que ver con las manos, las emociones y el cuidado. El conocimiento siempre fue de quien lo necesitaba y, desde luego, al preguntarnos por sus detentadores encontraremos los imperios, pero también hay que abrir un espacio para los campesinos, los navegantes y los mineros. Que en los relatos no aparezcan las mujeres o los trabajadores es culpa de los historiadores y su miopía. Y es que además de fuertes vínculos entre conocimiento y necesidad, también los hubo y los hay entre saber y poder. No me extenderé un minuto en explicar las obviedades que han permitido a los expertos convertir sus habilidades intelectuales en nuevos espacios de autoridad. Para ellos, admitir que la cultura de pago puede ser tan buena como la cultura de la contribución es inimaginable. Y, aunque llevan varios años buscando dónde puede estar la trampa sin encontrarla, siguen insistiendo en que es imposible que exista algo que tienen delante de sus ojos y que se ha convertido ya en la enciclopedia familiar de referencia. Wikipedia es un milagro pero, aún así, sólo es el lugar por donde iniciar la aventura del conocimiento. Como punto de partida es insuperable.

¿En qué se parece el proceso de la Ilustración con el movimiento de la open innovation, open education y web 2.0 en general? ¿La Ilustración podría renombrarse en el siglo XXI como una “open science revolution? ¿Las revolución 2.0 es una nueva Ilustración, más participativa y rizomática?

Esta pregunta me gusta mucho. La Segunda Ilustración, la que apenas ahora se está desplegando, tiene que ver, como la que sucedió en el siglo XVIII, con la emergencia de nuevos actores, nuevas tecnologías y nuevos media. La función que entonces desempeñaron los viajeros, los filósofos experimentales y los botánicos, como también los coffeshop, los salones, los periódicos, los microscopios, las tablas clasificatorias y las balanzas de pagos, es comparable a la que hoy estaría pasando con los blogueros, los hackers o los activistas medioambientales, apoyándose en las tecnologías de la web 2.0, las nuevas batallas por la pluralidad ontológica, la propiedad intelectual y los nuevos derechos civiles. Si hace trescientos años hubo que emanciparse de la cultura aristocrática y eclesial, hoy la Segunda Ilustración tiene que plantarle cara a las grandes corporaciones y al estado-nación.

¿Hasta qué punto los grandes lobbies ecónomicos (farmecéuticos, industria cultural..) está entorpeciendo la circulación de ideas, investigación?

Debo comenzar diciendo que en términos históricos es incuestionable la contribución del capital y la iniciativa privada al conocimiento. Pero igual de taxativa es mi convicción de que muchas empresas, entre las que están algunas de las más importantes del planeta, están estorbando la circulación de ideas. Su capacidad para estorbar es doble. La primera es más estructural y tiene que ver con la forma en la que se utiliza la propiedad intelectual. Por un lado han fragmentado tanto el conocimiento mediante la expansión abusiva de los derechos de propiedad intelectual que los expertos en innovación están muy preocupados por el efecto anticommons. Un efecto que se explica fácil mediante un ejemplo paradigmático: el impuesto que cobraban las distintas ciudades ribereñas del Danubio a los buques comerciales que transitaban por “sus aguas”. Las ciudades convirtieron el rio en una especie de mare nostrum y de alguna manera los fragmentaron y después privatizaron. Los comerciantes entonces tuvieron que plantearse si valía la pena seguir llevando sus mercancías aguas abajo, pues los impuestos estaban ahogando los beneficios potenciales. Eso pasa todos los días cono el conocimiento (una especie de Danubio cognitivo) necesario para producir chips electrónicos o fármacos, pues cada nuevo producto en el mercado tiene que localizar a los muchos propietarios de los conocimientos (patentes) que empaqueta cada mercancía. No es extraño entonces que los dilemas de la propiedad hayan convertido el conocimiento en un laberinto por el que sólo saben transitar los picapleitos, los publicitarios, los inversores y los burócratas. Dan ganas de decir que a este paso los científicos son los únicos que sobran en la empresa del conocimiento. Lo mismo que ocurre, por cierto, con los artistas en las empresas culturales. La otra manera de entorpecer la circulación de ideas es conocida en la literatura sobre estos asuntos como producción de incertidumbre. Siempre que una nueva tecnología o mercancía es introducida en el mercado sin la debida evaluación de sus potenciales daños, puede ocurrir que produzca daños inesperados al entorno o en algún sector minoritario de la población. Lo lógico sería que los gobiernos actuaran para proteger a la ciudadanía. Pero, normalmente, tienen muchas dificultades para intervenir. Esta situación es hasta cierto punto comprensible. Antes de hacer nada quieren más datos y solicitan mejor información. Las compañías, como lo prueban numerosos estudios, se dedican entonces a producir falsas evidencias o, más recientemente, a sostener que no debemos precipitarnos hasta tener datos concluyentes. A veces, lo habitual es que hagan ambas cosas. Es paradójico que su conducta se parezca tanto a la que se reprocha a los constructivistas radicales.


Hablemos de espacio público. En los últimos años, los Ayuntamientos y gestores públicos han prohibido prácticamente cualquier evento espontáneo en las calles. Apenas controlándolos los permiten. O privatizándolos. ¿No significa eso ir en contra de los pilares de Occidente, de las ágoras, foros o burgos medievales?

El espacio público hay que defenderlo todos los días. Decir que es de todos, implica que nadie se lo puede apropiar en exclusiva. Tampoco, a mi juicio, son sus dueños los legítimos representantes de poder. Si abusan de estas prerrogativas que nuestras constituciones les otorgan, pueden hacer odiosa la idea misma de política. La democracia por la que tanto hemos luchado puede acabar siendo un bien odioso. Hay que pensar sobre estas cosas. Si el espacio público sigue esta deriva imparable que nos convierte a todos en simples votantes, consumidores y espectadores, entonces habrá que reinventar la noción de espacio común. Si en lo publico no cabe el disenso, crecerá el número de excluidos, es decir de gentes con muy escaso y deficiente acceso a las infraestructuras (educativas, sanitarias, de movilidad,…). En fin, habrá que inventar el espacio común como derecho a infraestructuras.

En otros ámbitos, ¿cómo se ha desarrollado la privatización del procomún, del conocimiento?

Hasta hace poco no sabíamos, quizá ni lo necesitábamos, distinguir entre público y procomún. El desmantelamiento de lo público ha seguido un patrón que no cambió mucho de unos ámbitos a otros. Primero se tolera la degradación del espacio público (se permite el absentismo, el despilfarro, la corrupción, el amiguismo). Segundo se introduce la necesidad de externalizar servicios y, subliminalmente, se invita a la gente busque mejores opciones en lo privado. Y, por fin, se venden los recursos que funcionan y el resto se diseñan ya como ámbitos de beneficencia. Hoy, sin embargo, además de defender lo publico, tenemos que pensar en el procomún. No sólo porque muchos bienes comunes desbordan los límites del estado-nación, como por ejemplo el clima o internet, sino también porque el estado-nación se ha demostrado un instrumento demasiado torpe, burocrático y homogeneizador. Las luchas de los enfermos del SIDA, los debates sobre el derecho a ciudad o las movilizaciones de las víctimas del crédito hipotecario están revelando la existencia de nuevos ámbitos de lo político de las que el estado se ausenta. La precariedad del trabajo, especialmente de las llamadas clases creativas (artistas, programadores, amateur), y las nuevas formas de apropiación del trabajo afectivo, activista e informal están permitiendo la conversión masiva del conocimiento ambiente y del saber profano en un recurso mercantilizable. Los mundos del folclore, la gastronomía y las manualidades están siendo privatizados, por la misma lógica que el patrimonio, la privacidad y nuestros mismos parques han sido puestos al servicio de las industrias culturales y del ocio. Respirar sigue siendo gratis, pero respirar bien exige abandonar la ciudad. Ya estamos pagando indirectamente por el aire, y pronto tendremos que pagar por el paisaje, la memoria y la palabra. Esto no puede ser. En algún momento tendremos que parar la máquina de devorar procomún. Sin un procomún robusto y bien gestionado no habrá ni público ni privado. El procomún no es una invención de cuatro perroflautas, sino una urgencia colectiva.

¿Hasta qué punto el copyright radical entorpece la circulación de ideas y el bien común?

Hay una tendencia a exagerar los derechos del autor frente a los demás derechos imaginables en nuestra sociedad. Los abusos del copyright tan frecuentes, sangrantes e irracionales que ningún ciudadano razonable puede aplaudir el actual estado de cosas. Es una desgracia que el mundo esté en manos de fundamentalistas y beatos de la propiedad privada. Las cosas se pueden organizar mejor y sobran estudios que están evaluando los derechos que se ignoran y los daños que se están produciendo. El caso reciente de Megaupload es un buen ejemplo de cómo la defensa de un bien, la propiedad de algunos, no puede protegerse decretando el estado de excepción global y vulnerando los derechos constitucionales de millones de ciudadanos. Creo que es muy inquietante el espectáculo militarista del asalto a las oficinas de Megaupload y me recuerda otras actuaciones que también exigieron pisotear derechos civiles y tratados internacionales, como sucedió en la invasión de Irak o en los campos de concentración de Guantánamo. Espero que los artistas y representantes políticos defensores de la propiedad intelectual no miren para otro lado y se involucren activamente contra estas suspensiones de derechos constitucionales. Hay muchas amenazas para los bienes comunes y, entre ellas, es difícil exagerar la responsabilidad atribuible a la noción de propiedad. Nunca la propiedad fue absoluta, pero sí lo fueron sus imaginarios. Y cada día mas. En la práctica, más acá de los radicalismos paletos y neoliberales, la propiedad es relacional, fragmentaria, incompleta, contestada e imaginaria. Tanto, que las cosas importantes nunca tienen, ni tuvieron, un dueño claro. Más aún, la propiedad, dominio, control o derechos sobre las cosas, tanto sobre su uso y abuso, como sobre su adquisición y transferencia, siempre es más procesual que factual, y, desde luego, más relativa que absoluta. Comprender la propiedad y sus laberintos es condición necesaria para entender el mundo que vivimos. La traza del procomún siempre acaba enredada en las trama de lo propietario. Donde acaba lo patrimonial, público o privado, empieza lo procomunal. Pero sería un error imaginar un mapa con esas tres provincias bien delimitadas. Al lado o sumergido, entrelazado, transterrado o invisible, está el mundo ese mundo de lo común: la riqueza oculta de las naciones.

Me llama la atención que La rebelión de las masas de Gasset tiene ya licencia dominio público en Argentina, pero en España no. ¿Es legítimo que una industria o un gobierno legislen para retrasar el acceso público a una obra filosófica de uno de los grandes pensadores de un país?

Es absurdo. Como también es inexplicable que no pasen al dominio público las llamadas obras huérfanas, libros cuyos derechos nadie reclama y que tampoco aportan ningún beneficio nadie. ¿No es grotesco que el 98 % las obras permanezcan secuestradas por leyes tan inútiles como contrarias al bien común? Con las tonterías, banalidades, injusticias, desprecios y ninguneos que las entidades de gestión de derechos de propiedad intelectual han perpetrado contra el bien común se podrían hacer enciclopedias. En fin, este es un debate que se ha cerrado con improvisación y sectarismo y que tarde o temprano habrá que abrir para que todas las posturas e intereses sean escuchados y contrastados.

¿Qué piensas de licencias como Creative Commons o copyleft?

Me parecen una innovación jurídica de primera magnitud. Descomponer la propiedad en un haz de derechos independientes y otorgar a los autores la capacidad de administrarlos según sus prioridades, me parece una gran aportación técnica, cultural y política. Hay lagunas que atender, como por ejemplo los problemas que plantea el conocimiento indígena, pero no hay más remedio que admitir que se trata de una aportación en la dirección correcta.

¿El Gobierno español -el socialista de Zapatero y ahora del PP- ha entendido algo del nuevo si sistema de creación y circulación de cultura?

Bueno todo indica que han llegado a la convicción de que la única manera de defender la cultura es insertarla en las lógicas de la propiedad. Esta deriva es discutible, salvo que hagamos de la cultura un nuevo sector industrial donde los autores sólo son comparsas, trabajadores precarizados al servicio de las entidades de gestión. Esto pasa por poner al lobo a cuidar del rebaño, porque ya no cuidan ni las apariencias y ponen a los jefes del lobby cultural a gestionar la cultura, algo que también ocurre en ciencia, defensa, economía,… El gobierno debería respetar mejor las cuestiones de etiqueta. Tener mejores modales. Dar ejemplo con las formas. Y no sólo en los ámbitos de la cultura y el conocimiento, porque su conducta en Italia o Grecia con los cambios de gobierno han sembrado de dudas nuestras convicciones democráticas.

Hablando de la Ley Sinde. El otro día leí un tweet brutal (@adelgado): “Verás tú cuando la industria de las obsoletas chaquetas con hombreras le pide al gobierno una ley contra las chaquetas sin hombreras…?”

La red, es decir nuestras calles, está llena de gente que no está contenta con lo que está pasando y que siente que no es escuchada. Hay un reproche generalizado de arrogancia hacia el gobierno y sus asesores. Los mensajes que salían de la SGAE y otros cómplices de la política gubernamental eran insultantes, descalificatorios, ofensivos y, desde luego, interesados. Para defender sus intereses trataban a los discrepantes como antagonistas ignorantes. Algunos intelectuales de mucho postín y con una obra admirable han olvidado los modales y tratado de idiotas a quienes no le daban la razón. Y para ello usaban los púlpitos que les prestaban interesadamente los grandes empresarios de la cultura, sus dueños invisibles. No sé, creo que todos deberíamos reflexionar sobre las cuestión de los modales, de la civilidad, de la urbanidad. A la propiedad intelectual debemos el mejor y más profundo debate sobre lo que entendemos por cultura y espacio público, y me parece que el debate debe continuar. Todos deberíamos llegar a “la cena” sin la solución ya pactada.


¿Qué ha significado el 15M en el proceso de generación de procomún, tanto en el espacio público como en cultura o política?

Mucha gente dice que la teoría que subyace en el 15m es la que se vertebra alrededor de la noción de procomún. Y seguramente es muy cierto. El problema entonces es que estamos lejos aún de saber lo que entendemos por procomún. Primero por su enorme heterogeneidad y, segundo, porque nadie quiere reproducir las lógicas de la representación partidaria. Entre los participantes en el 15M gusta el lema que los convierte en gentes que viajaban lentos porque iban lejos, evocando quizás los imaginaros de una slow revolution.

¿Por qué se intenta deslegitimar tanto al 15M desde algunos sectores?

Todo lo que no se entiende corre el peligro de ser infravolarado e incluso denigrado. Esto es normal. El asunto es si se hace por desconocimiento o por otros motivos menos nobles. Siempre hay, siempre hubo, quien rechaza todo lo nuevo o lo distinto. Hay mucha gente que siente fobia hacia la diferencia y eso no hay más remedio que considerarlo como parte del fracaso del sistema educativo. Uno de los lemas de más éxito de estos movimientos que genéricamente llamamos 15M es ese que recuerda que somos el 99% de la población quienes nos sentimos agredidos por la conducta de los gobiernos y los banqueros. ¿Dónde estaban los líderes ante el espectáculo denigrante y bochornoso de Berlusconi? No se. El 15M no es una cosa es un movimiento que hoy continua en esta entrevista y mañana ya veremos. Tengo la sospecha de que actualmente se habla más del 15M en las salas de redacción, en los clubs financieros y en los seminarios académicos que en la calle misma. Pero quien ignore el 15m porque no encuentra cómo definirlo es que no han entendido nada.

Si el procomún podría ser algo así como lo público no estatal, ¿qué trozo de la política debería ser procomún sin la necesaria implicación de políticos en medio?

La fórmula público no estatal es demasiado dependiente de lo conocido (los público) y poco abierta a lo posible. Pero no la combato. Lo público, lo privado y los procomún no son mundos independientes ni antagónicos. Tienen que aprender a convivir, muchas veces en tensión y otras colaborando. En la gobernanza de los bienes comunes globales parece obvio que debería haber una mayor presencia de lo ciudadano. El aire, el clima, la biodiversidad, el agua dulce, la estabilidad financiera, internet,… los nuevos patrimonios comunes, en definitiva, sólo son sostenibles implicando a la ciudadanía. En la lógica de lo que digo está implícito que tenemos que implementar las formas de gobernanza. Los bienes comunes, sin embargo, tal como explico Elinor Ostrom son una forma de gestión. No hay una sóla manera de hacerlo correctamente, sino que cada comunidad debe experimentar y encontrar la mejor manera de sostener el bien. El procomún no es otra estrategia para ordenar el mundo, jerarquizarlo y estandarizarlo. Eso es lo que hace el sector público: hacernos a todos una camisa prêt-a-porter. El procomún apuesta por la diferencia y la excepcionalidad. Todo lo que el estado ve monstruoso, deforme y amenazante encaja en los imaginarios del procomún. El sector público ciertamente no entiende nada, a diferencia de algunas empresas del sector privado que han fabricado para lo abierto, lo distinto y lo minoritario las economías de la larga cola y las industrias de la producción deseante. Los gestores de la cultura deberían trabajan con mayor ahínco en su adaptación en vez de pedir tantas cláusulas de excepcionalidad.


¿Cómo se va a adaptar la sociedad, una Europa en crisis, a un nuevo modelo de mundo descentralizado de personas conectadas interelacionándose entre sí, donde el intermediario será cada ve más irrelevante?


Nadie lo sabe. Pero no son pocos los que ya hablan de ciudadanía global, el rostro amable y urgente de la globalización. Habrá que vigilar a los grandes monopolios en internet y evitar que en la ciudad digital se formen “barrios de ricos” con mejores servicios y, por ejemplo, mayor ancho de banda. Nada nos obliga a que el entorno digital reproduzca los mismas estructuras políticas que inventamos para el entorno de la vida en las urbes modernas. A mi me parece que junto a las batallas contra los abusos de la propiedad intelectual y los nuevos movimientos en pos de la justicia alimentaria y universal, hay que dar prioridad a las luchas en favor de la neutralidad e interoperatividad de la red.

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